Resiliencia (Aldo Melillo)
"se entiende como la capacidad del ser humano
para hacer frente a las adversidades de la vida, superarlas y ser transformado
positivamente por ellas" (Edith Grotberg, 1998).
El
nuevo concepto: en el marco de investigaciones de epidemiología social se
observó que no todas las personas sometidas a situaciones de riesgo sufrían
enfermedades o padecimientos de algún tipo, sino que, por el contrario, había
quienes superaban la situación y hasta surgían fortalecidos de ella. A este fenómeno
se lo denomina
en la actualidad resiliencia.
El
trabajo que dio origen a este nuevo concepto fue el de E. E. Werner (1992),
quien estudió la influencia de los factores de riesgo, los que se presentan
cuando los procesos del modo de vida, de trabajo, de la vida de consumo
cotidiano, de relaciones políticas, culturales y ecológicas, se caracterizan
por una profunda inequidad y
discriminación social, inequidad de género e inequidad etnocultural que generan
formas de remuneración injustas con su consecuencia: la pobreza, una vida
plagada de estresores, sobrecargas físicas, exposición a peligros (más que
“factores de riesgo” deberíamos considerarlos procesos destructivos [Breilh,
2003] que caracterizan a determinados modos de funcionamiento social o de grupos
humanos).
Werner
siguió durante más de treinta años, hasta su vida adulta, a más de 500 niños
nacidos en medio de la pobreza en la isla de Kauai.
Todos
pasaron penurias, pero una tercera parte sufrió además experiencias de estrés
y/o fue criado por familias disfuncionales por peleas, divorcio con ausencia del
padre, alcoholismo o enfermedades mentales.
Muchos
presentaron patologías físicas, psicológicas y sociales, como desde el punto de
vista de los factores de riesgo se esperaba. Pero ocurrió que muchos lograron
un desarrollo sano y positivo: estos sujetos fueron definidos como resilientes.
Como
siempre que hay un cambio científico importante, se formuló una nueva pregunta
que funda un nuevo paradigma: ¿por qué no se enferman los que no se enferman?
Primero
se pensó en cuestiones genéticas (“niños invulnerables” se los llamó), pero la
misma investigadora miró en la dirección adecuada. Se anotó que todos los
sujetos que resultaron resilientes tenían, por lo menos, una persona (familiar
o no) que los aceptó en forma incondicional, independientemente de su
temperamento, su aspecto físico o su inteligencia. Necesitaban contar con
alguien y, al mismo tiempo, sentir que sus esfuerzos, su competencia y su
autovaloración eran reconocidas y fomentadas, y lo tuvieron. Eso hizo la
diferencia.
Werner
dice que todos los estudios realizados en el mundo acerca de los niños
desgraciados, comprobaron que la influencia más positiva para ellos es una
relación cariñosa y estrecha con un adulto significativo. O sea que la
aparición o no de esta capacidad en los sujetos depende de la interacción de la
persona y su entorno humano.
Pilares
de la resiliencia: a partir de esta constatación se trató
de buscar los factores que resultan protectores para los seres humanos, más allá
de los efectos negativos de la adversidad, tratando de estimularlos una vez que
fueran detectados. Así se describieron los siguientes:
Autoestima
consistente. Es la base de los demás pilares y es el fruto del cuidado
afectivo consecuente del niño o adolescente por un adulto significativo, “suficientemente”
bueno y capaz de dar una respuesta sensible.
Introspección. Es
el arte de preguntarse a sí mismo y darse una respuesta honesta. Depende de la
solidez de la autoestima que se desarrolla a partir del reconocimiento del
otro. De allí la posibilidad de cooptación de los jóvenes por grupos de adictos
o delincuentes, con el fin de obtener ese reconocimiento.
Independencia. Se
definió como el saber fijar límites entre uno mismo y el medio con problemas;
la capacidad de mantener distancia emocional y física sin caer en el
aislamiento. Depende del principio de realidad que permite juzgar una situación
con prescindencia de los deseos del sujeto. Los casos de abusos ponen en juego esta
capacidad.
Capacidad
de relacionarse. Es decir, la habilidad para
establecer lazos e intimidad con otras personas, para balancear la propia
necesidad de afecto con la actitud de brindarse a otros. Una autoestima baja o exageradamente
alta producen aislamiento: si es baja por autoexclusión vergonzante y si es
demasiado alta puede generar rechazo por la soberbia que se supone.
Iniciativa. El
gusto de exigirse y ponerse a prueba en tareas progresivamente más exigentes.
Humor.
Encontrar lo cómico en la propia tragedia. Permite ahorrarse sentimientos
negativos aunque sea transitoriamente y soportar situaciones adversas.
Creatividad. La
capacidad de crear orden, belleza y finalidad a partir del caos y el desorden.
Fruto de la capacidad de reflexión, se desarrolla a partir del juego en la
infancia.
Moralidad.
Entendida ésta como la consecuencia para extender el deseo personal de
bienestar a todos los semejantes y la capacidad de comprometerse con valores.
Es la base del buen trato hacia los otros.
Capacidad
de pensamiento crítico. Es un pilar de segundo grado, fruto
de las combinación de todos los otros y que permite analizar críticamente las
causas y responsabilidades de la adversidad que se sufre, cuando es la sociedad
en su conjunto la adversidad que se enfrenta. Y se propone modos de
enfrentarlas y cambiarlas. A
esto
se llega a partir de criticar el concepto de adaptación positiva o falta de
desajustes que en la literatura anglosajona se piensa como un rasgo de resiliencia
del sujeto.
Las
fuentes interactivas de la resiliencia: de acuerdo con Edith Grotberg
(1997), para hacer frente a las adversidades, superarlas y salir de ellas
fortalecido o incluso transformado, los niños toman factores de resiliencia de
cuatro fuentes que se visualizan en las expresiones verbales de los sujetos
(niños, adolescentes o adultos) con características resilientes:
“Yo
tengo” en mi entorno social.
“Yo
soy” y “yo estoy”, hablan de las fortalezas intrapsíquicas y condiciones
personales.
“Yo
puedo”, concierne a las habilidades en las relaciones con los otros
Tengo:
Personas alrededor en quienes confío y que me quieren
incondicionalmente.
Personas
que me ponen límites para que aprenda a evitar los peligros. Personas que me
muestran por medio de su conducta la manera correcta de proceder.
Personas
que quieren que aprenda a desenvolverme solo.
Personas
que me ayudan cuando estoy enfermo o en peligro, o cuando necesito aprender.
Soy: Alguien
por quien los otros sienten aprecio y cariño.
Feliz
cuando hago algo bueno para los demás y les demuestro mi afecto.
Respetuoso
de mí mismo y del prójimo.
Estoy:
Dispuesto a responsabilizarme de mis actos.
Seguro
de que todo saldrá bien.
Puedo:
Hablar sobre cosas que me asustan o me inquietan.
Buscar
la manera de resolver mis problemas.
Controlarme
cuando tengo ganas de hacer algo peligroso o que no está bien.
Buscar
el momento apropiado para hablar con alguien o actuar.
Encontrar
a alguien que me ayude cuando lo necesito.
¿Cómo
se desarrolla la resiliencia?: si decimos que un pilar de la
resiliencia es la
autoestima
y sabemos que ésta se desarrolla a partir del amor y el reconocimiento del
bebé por parte de su madre y su padre, es en ese vínculo que empieza a
generarse un espacio constructor de resiliencia en el sujeto.
Por
supuesto que pueden ocurrir distintos procesos, más o menos favorables, que van
trazando diferentes destinos.
Este
primer pilar de la resiliencia está en la base del desarrollo de todos los
otros: creatividad, independencia, introspección, iniciativa, capacidad de
relacionarse, humor y moralidad.
Ahora describimos una suerte de síntesis superior de todos ellos en la capacidad
de pensamiento crítico, que representa algo así como un retorno del sujeto
singular a la trama social en que vive, lo lleva a constituir grupos con una
identidad determinada, que al comienzo puede ser de oposición para luego
transformarse en hegemónica. Este proceso opera a través del sistema conductual
de afiliación (afiliación a grupos) de Bowlby.
La
resiliencia representa el lado positivo de la salud mental.
Resiliencias
relacionales: familiar y grupal:
Froma
Walsh (1998) “[...] propone una concepción sistémica de la resiliencia,enmarcada
en un contexto ecológico y evolutivo, y presenta el concepto de resiliencia familiar
atendiendo a los procesos interactivos que fortalecen con el transcurso del
tiempo tanto al individuo como a la familia [...] La resiliencia relacional
puede seguir muchos caminos, variando a fin de amoldarse a las diversas formas,
recursos y limitaciones de las familias [y los grupos] y a los desafíos psicosociales
que se les plantean”.
En
este sentido se pueden señalar: reconocer los problemas y limitaciones que hay
que enfrentar; comunicar abierta y claramente acerca de ellos; registrar los
recursos personales y colectivos existentes y organizar y reorganizar las estrategias
y metodologías tantas veces como sea necesario, revisando y evaluando los logros
y las
pérdidas.
Para
esto es necesario que, en las relaciones entre los componentes del grupo
familiar, se produzcan las siguientes prácticas:
actitudes demostrativas de
apoyos emocionales (relaciones
de confirmación y confianza en la competencia de los protagonistas);
conversaciones
en las que se compartan lógicas (por ejemplo, acuerdos sobre premios y
castigos) y conversaciones donde se construyan significados compartidos acerca
de la vida, o de acontecimientos perjudiciales, con coherencia narrativa y con
un sentido dignificador para sus protagonistas.
En
síntesis, los elementos básicos de la resiliencia familiar serían: cohesión,
que no descarte la flexibilidad; comunicación franca entre los
miembros de la familia; reafirmación de un sistema de creencias comunes,
y resolución de problemas a partir de las anteriores premisas.
Resiliencia
comunitaria:
Se
trata de una concepción latinoamericana desarrollada teóricamente por E. Néstor
Suárez Ojeda (2001), a partir de observar que cada desastre o calamidad que
sufre una comunidad, que produce dolor y pérdida de vidas y recursos, muchas
veces genera un efecto movilizador de las capacidades solidarias que permiten
reparar los daños y seguir adelante. Eso permitió establecer los pilares de la
resiliencia comunitaria:
autoestima colectiva, que involucra la
satisfacción por la pertenencia a la propia comunidad;
identidad
cultural, constituida por el proceso interactivo que a lo largo del
desarrollo implica la incorporación de costumbres, valores, giros idiomáticos,
danzas, canciones, etcétera, proporcionando la sensación de pertenencia;
humor
social, consistente en la capacidad de encontrar la comedia en la
propia tragedia para poder superarla;
honestidad
estatal, como contrapartida de la corrupción que desgasta los vínculos
sociales;
solidaridad,
fruto de un lazo social sólido que resume los otros pilares.
Resiliencia
y educación:
La
cuestión de la educación se vuelve central en cuanto a la posibilidad de
fomentar la resiliencia de los niños y los adolescentes, para que puedan enfrentar
su crecimiento e inserción social del modo más favorable (Melillo, Rubbo y
Morato, 2004).
Lamentablemente,
en las escuelas (como ocurre también en salud) habitualmente se pone el mayor
empeño en detectar los problemas, déficit, falencias, en fin, patología, en
lugar de buscar y desarrollar virtudes y fortalezas. Por eso y para empezar,
una actitud constructora de resiliencia en la escuela implica buscar todo indicio
previo de resiliencia, rastreando las ocasiones en las que tanto docentes como alumnos
sortearon, superaron, sobrellevaron o vencieron la adversidad que enfrentaban y
con qué medios lo hicieron.
El Informe
Delors de la UNESCO de 1996 especificó como elementos imprescindibles de una
política educativa de calidad, la necesidad de que ésta abarque cuatro
aspectos: aprender a conocer,
aprender a hacer,
aprender a convivir con
los demás y
aprender a ser.
Los dos primeros aspectos son los que
se enfatizan
tradicionalmente
y se trata de medir para justificar resultados. Los dos últimos son los que hacen
a la integración social y a la construcción de ciudadanía.
Para
el desarrollo de los últimos (y también de los primeros) sirven los programas
que
promueven la resiliencia en las escuelas. La construcción de la resiliencia
en la escuela implica trabajar para introducir los siguientes seis factores
constructores de resiliencia.
1. Brindar
afecto y apoyo proporcionando respaldo y aliento incondicionales, como
base y
sostén del éxito académico. Siempre debe haber un “adulto
significativo” en la
escuela
dispuesto a “dar la mano” que necesitan los alumnos para su desarrollo
educativo
y su contención afectiva.
2. Establecer
y transmitir expectativas elevadas y realistas para que actúen como
motivadores
eficaces, adoptando la filosofía de que “todos los alumnos pueden
tener
éxito”.
3. Brindar
oportunidades de participación significativa en la resolución de problemas,
fijación
de metas, planificación, toma de decisiones (esto vale para los docentes, los
alumnos
y, eventualmente, para los padres). Que el aprendizaje se vuelva más “práctico",
el currículo sea más "pertinente" y "atento al mundo real"
y las decisiones se tomen entre todos los integrantes de la comunidad educativa.
Deben poder aparecer las
“fortalezas”
o destrezas de cada uno.
4. Enriquecer
los vínculos pro-sociales con un sentido de comunidad educativa. Buscar una
conexión familia-escuela positiva.
5. Es
necesario brindar capacitación al personal sobre estrategias y políticas de
aula que trasciendan la idea de la disciplina como un fin en sí mismo. Hay
que dar participación al personal, los alumnos y, en lo posible, a los
padres, en la fijación de dichas políticas. Así se lograrán fijar normas
y límites claros y consensuados.
6. Enseñar
"habilidades para la vida":
cooperación,
resolución de conflictos, destrezas comunicativas, habilidad para
resolver
problemas y tomar decisiones, etcétera. Esto sólo ocurre cuando el proceso
de
aprendizaje está fundado en la actividad conjunta y cooperativa de los
estudiantes y
los docentes.